Los árboles y la humanidad han mantenido desde siempre una relación simbiótica entre sí. Nos han proporcionado infinidad de frutos, hojas, flores y raíces con propiedades tanto alimenticias como medicinales. Nuestros antepasados fueron conscientes de que la vida consiste en un equilibrio vital: tomamos y damos, de ahí que honrasen a las fuerzas de la naturaleza obsequiándolas con ofrendas, cantos, oraciones y ensalmos para revitalizar el mundo natural, del que se sentían parte indisoluble. Nuestras culturas vieron el acto de la creación como un hecho espiritual, lo que significa que todos los seres vivos se hallan revestidos por un halo sagrado. Con independencia de nuestras creencias personales sobre los espíritus de la naturaleza y de la pregunta de si Dios existe dentro de la creación o fuera de ella, una cosa es cierta: la capacidad de sentir compasión por otras formas de vida, de sentir gratitud por compartir el milagro de la vida, de respetar y amar, a todos los seres vivos de este planeta, nos convierte en auténticos seres humanos y nos ayuda a vencer la ignorancia y la codicia. La sabiduría de los árboles nos demuestra lo preciosa que es la vida. El árbol de la vida Los pueblos indígenas de Norteamérica se refieren a los árboles como "nuestros hermanos y nuestras hermanas de pie". Los seres humanos y los árboles compartimos una postura vertical y erguida. Nosotros caminamos, ellos permanecen en el lugar. En las lenguas de origen germánico, buena parte de los términos relacionados con el aprendizaje, el conocimiento, la sabiduría y otros temas similares, proceden de nombres de árboles. Así los términos anglosajones witan (mente, consciencia) y witiga (sabiduría) han dado lugar a las palabras inglesas wits (entendimiento), witch (bruja) y wizard (hechicero), así como a la alemana witz (entendimiento). Todas estas palabras proceden de una raíz que en escandinavo antiguo significaba "bosque". La palabra druida deriva del gaélio Dru (muy, mucho) y vid (conocimiento) y era la persona que reunía el máximo saber. Éste, como no podía ser de otro modo, tenía su origen en los árboles, no sólo porque los druidas debían superar una iniciación de veinte años en el bosque, sino porque en un principio, todo el saber procedía de los árboles. Esta afirmación no cuestiona la posición de Dios como ser supremo: en tanto que fuente de todo conocimiento, los árboles se convierten en vehículos del mismo. En el siglo VII a.C., Buda buscó el conocimiento supremo, la "verdad última", al pie de un árbol. Y dio con ella. La sabiduría de los árboles, nos recuerda que el aprendizaje empieza escuchando. La asunción de la dimensión espiritual de los árboles tuvo un efecto real e inmediato sobre la gente y el paisaje. En todos los continentes, ciertos árboles pasaron a venerarse como lugares sagrados. Cada civilización represento el Árbol de la Vida (o aspectos del mismo) a través de especies diferentes de árboles en función de las características de su ámbito de influencia, y dado que cada especie poseía sus propios elementos, pasaron a asociarse con los ideales espirituales característicos de cada cultura en cuestión. La mayoría de las religiones tienen su origen al pie de un árbol sagrado. No obstante, tras la desaparición de los cultos antiguos, el árbol perdió su estatus privilegiado y pasó a convertirse en fuente de madera y material de combustión. Hagámosle un homenaje a la naturaleza, a la espiritualidad, a los espíritus que se manifiestan a través de los árboles y retomemos el diálogo único y personal con los seres que habitan el Reino Vegetal.
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